viernes, 3 de abril de 2020

PERRO MUERTO


Salí de aquel garaje abandonado que nos había hecho de refugio durante los últimos meses dejando la puerta abierta, con la vaga esperanza de que alguien encontrara el cadáver de mi abuelo. Ya dejaba entrever los primeros signos de putrefacción. No podía darle sepultura. No sabía. No quería. Había estado tres días mirándolo fijamente, sin moverme del sitio. Casi sin dormir. Fascinado con cada pequeño cambio que conseguía distinguir en su piel con el paso de las horas. Observando cómo los ojos se iban hundiendo en las cuencas, cada vez más grandes y tenebrosas. El rigor mortis cada vez más pronunciado, transformando su expresión en algo tan grotesco y tan maravilloso como para no olvidarlo nunca. Y de repente se despertaba, se levantaba. Y me volvía a penetrar con su mirada severa, señalándome. Lo veía allí, riéndose de mí por perder el tiempo moviendo carne muerta de un lado a otro. Señalando y corrigiéndome. Molestándose con cada acción titubeante que pudiera realizar, con cada comentario estúpido, con cada mueca fuera de lugar. Y enseguida volvía a estar allí, tirado y muerto. Y ya no podía enseñarme a ser un hombre y me dejaba volver a trepar a los árboles, a jugar con mis lápices, a correr con mi perro. Y entonces pensaba en mi perro y en cómo podría alimentarlo con toda aquella carroña, en lo feliz que le hubiera hecho mordisquear aquel cuerpo y desgarrarle la musculatura poco a poco. Pero mi perro ya no estaba y lo único que me acompañaba en aquel lugar era el hambre y la locura.

Ya en el exterior, la claridad me dañó los ojos, cristalizándome los párpados y arañándome las córneas en cada pestañeo. El sol de invierno seguía sin aparecer en el cielo y la gigantesca nube de humo gris seguía instalada allí, cubriéndolo todo de polvo y ceniza. Y, aún incapaz de recordar sus rostros, aún sin el menor recuerdo más que el de su existencia miserable , pensé en aquellos que una vez fueron mi familia mientras caminaba rápido, esquivando la mirada de la gente que dormía en las aceras, agachando la cabeza para no ver la miseria en la que se había convertido el mundo. Y me supe solo. Y no supe dónde estaba. Totalmente perdido. Tan solo una carretera y la nada en todas direcciones. Una vieja autovía abandonada. Y a lo lejos, un coche. Viene a recogerme, eso pensé, viene a por mí. Y me hice ver.

Apenas levante el dedo y aquel Mercedes bien cuidado y aséptico paró a un escaso palmo de mi cuerpo. El calor del motor impregnando mi piel. El temblor de las lunas cosquilleándome las pupilas. El conductor me hizo señales para que me acomodara en el interior. Ni siquiera me asomé. Abrí la puerta del copiloto y dejé caer mi cuerpo sobre el sillón de cuero exageradamente brillante y confortable. Allí dentro olía a pino. Olía a aquellos pequeños ambientadores en forma de arbolito que vendían en las gasolineras cuando estas todavía existían. El Mercedes arrancó y, abandonando la vieja autovía, nos internamos en el bosque por una carretera secundaria por la que tenía pinta de no haber pasado nadie en años. Estaba seguro de que así era. Tuvo que pasar mucho tiempo antes de que ninguno de los dos abriéramos la boca. Sabes disparar, me preguntó. Quería haberle respondido que sí pero, sin embargo, me limité a mantener fija la mirada en la línea imaginaria que separaba la carretera en dos carriles. La miraba fijamente pero ya no estaba, no existía. Recordé a mi familia y aquella vez que mi madre me dejó olvidado en la fábrica de agua, en la mirada que tenían todos cuando pude volver a casa solo y ocupé de nuevo un sitio en la mesa del comedor. Recordé la comida caliente y el tintineo y chocar de vasos y cubiertos y la cabeza se me inundó de ruidos que ya no existían. El motor apenas se escuchaba y parecía que nos deslizáramos sobre el asfalto, cada vez más escaso hasta casi no existir. Desde mi posición podía verle las manos a aquel hombre. Aun llenas de manchas por la edad, se veían fuertes y recias. Brillantes. Hidratadas diariamente con cremas caras de farmacia. Uñas impecables. Reloj de oro, camisa de botones. El volante, al contrario, denotaba la ansiedad del conductor en su excesivo desgaste. Lo giraba con suavidad y las curvas de aquella autopista de madera y huesos, de piedras y barro, apenas se notaban, consiguiendo que, cuando por fin llegamos a nuestro destino, tuviera la sensación de no haber estado nunca allí, de haber atravesado un agujero de gusano y ser la misma persona a pesar de haber estado viajando allí dentro durante horas. Durante días. De haberme metido en aquel coche siendo un crío y haber atravesado mi vida entera sin cambiar ni un ápice mi aspecto de niño estúpido y bobo al poner de nuevo mis pies sobre la tierra seca del exterior. Baja, me dijo aquel hombre, baja y abre la puerta de acceso. Y como si aquella mansión fuera mía y me reconociera al llegar, la puerta exterior se deslizó, suave, por los goznes oxidados. Una tonelada de hierro forjado dejándose llevar por mi mano ajada y sucia. La parcela era infinita y no tenía más que dos cipreses, quizás los últimos del mundo y, entre ambos, una casa blanca y enorme. Una casa sin ventanas, a modo de bunker. O quizás sí tenía ventanas y yo las he olvidado, mi mente descartándolas por necesidad. Por miedo. Por la angustia de la luz solar. El hombre condujo hasta el final del camino que dejaba frente a la entrada y yo lo seguí, lánguido y disperso, a pie y sin saber por qué. Y al bajar del coche, pude verlo. Era un hombre normal. Mayor, cuidado, bien vestido, gris, normal. Podría ser mi abuelo. Era mi abuelo. Mi abuelo ya muerto, en su Mercedes brillante y limpio, llevando a su nieto al campo, a ver los árboles y el río. Era mi abuelo y no. Y, señalándome el maletero, me acerqué desde donde me había quedado parado, absorto, para llegar justo en el momento en el que aquel viejo sacaba su escopeta del mismo. Sonreía, juraría que estaba sonriendo. Pero no recuerdo su cara y tampoco su sonrisa. Y la escopeta, abierta en dos sobre su brazo, bailaba al ritmo de sus pasos mientras el hombre la cebaba de cartuchos con su mano libre, de forma diestra y acostumbrada, casi sin mirar lo que hacía, llevándome a su lado como dócil y abducido escudero, hasta llegar a la entrada misma del bunker y adentrarnos en él con la única luz que la que entraba del exterior por la puerta abierta de la casa. Estaba todo destrozado. Había heces y muebles rotos por toda la estancia principal. Las camas llenas de pelos y meados, los armarios abiertos y la ropa revuelta. Los libros poblaban las esquinas, devorados, destrozados. En la cocina no se podía ni entrar. Todo roto, todo sucio, todo muerto. Y allí, justo en medio del caos, el perro. Aquel perro precioso y majestuoso, dormido sobre la alfombra. Y el rechinar de la escopeta cerrándose en sí misma, el graznido del percutor, la violencia del fogonazo. Y los sesos del animal pringándolo todo. La sangre caliente y viscosa bajándome por la frente en busca de mis lagrimales. El latido de mi corazón y la presión sobre mis sienes, acompasándose al jadeo del perro, aún vivo, antes del segundo disparo. La nausea, el asco. La verdad sobre mi vida y sobre el sinsentido de mi existencia, de la del perro, de la de aquel hombre de la escopeta. De la de mi abuelo.


De nuevo en el coche, tras haber enterrado al perro bajo uno de los cipreses, me preguntó si me dejaba en algún sitio. No contesté. Mis ojos volvían a estar fijos en la línea de la carretera que, por alguna razón, comenzaba a materializarse de nuevo, permitiendo que otra vez se distinguiera el camino de ida del camino de vuelta.

sábado, 15 de febrero de 2020

sábado imposible

lo idílico de despertarse una mañana antes de tiempo debido al esclavismo tatuado en tu cerebro del diario; la lectura interrupta de la mañana por los gritos teatralizados y las onomatopeyas sonoras y catódicas; la grasa y el azúcar, el mármol y el azulejo, la porcelana y el petróleo, el perfume y el salfumán que pueblan tu cocina; el triunfo del capitalismo dibujado al mismo tiempo en dos zapatillas, las converse hechas pedazos que por fin me aventuro a tirar a la basura y las trendy de startup que descubro nuevas años después en el hueco de la escalera; deslizarse por los pasillos del super a ritmo de piano sin pensar que el camino de regreso a casa puede ser para siempre y costarme la vida; el sol de invierno sobre la franela usada, la crema de cara en el pecho, la estampa familiar idílica que deja la felicidad que pudieras creer haber rozado alguna vez tan lejos que ni siquiera es un jodido grano de cuarzo en el desierto; la siesta con luz natural, las revistas de tendencias y las magdalenas caseras, todo oliendo a café recién exprimido.

solo son las seis. pero es sábado.

y todo es tan perfecto, como siempre dentro de tu rutina, que nunca lo dirías posible

sábado, 25 de enero de 2020

salida de emergencia

ven, túmbate aquí en el suelo, a mi lado, y deja que el humo suba hasta el techo, que se acumule en los altos de la habitación mientras nosotros, desde aquí, nuestro rincón, vemos aproximarse el fuego.